En lo alto de las montañas de Oaxaca, como un centinela eterno que observa el paso de los siglos, se alza Monte Albán, la majestuosa capital zapoteca que reinó sobre los valles centrales durante más de mil años.
Fundada alrededor del 500 a.C., esta ciudad no fue un asentamiento improvisado, sino una obra maestra de ingeniería y planificación que transformó la cima de un cerro en una gigantesca plataforma artificial.
Desde allí, los zapotecas no solo dominaban la geografía, sino también el tiempo y el cosmos. Sus plazas y templos estaban alineados con eventos astronómicos clave, permitiendo predecir solsticios, equinoccios y ciclos agrícolas. El cielo y la tierra se unían en un solo mapa sagrado trazado en piedra.
Monte Albán también fue cuna de uno de los sistemas de escritura más antiguos de América. En sus estelas y muros, los zapotecas dejaron jeroglíficos que registraban conquistas, genealogías reales y ceremonias religiosas. Entre las esculturas más enigmáticas se encuentran los famosos Danzantes: figuras humanas en posiciones contorsionadas que, según los arqueólogos, podrían representar prisioneros de guerra, sacrificios rituales o incluso mensajes codificados para la posteridad.
Durante su apogeo, la ciudad fue un centro político y ceremonial que controlaba rutas comerciales y ejercía influencia sobre vastos territorios. Sus palacios albergaban a la élite gobernante, mientras que sus templos servían como puntos de encuentro entre lo humano y lo divino. Aquí, cada ritual, cada ofrenda y cada edificación respondían a una visión del mundo en la que la montaña misma era un altar.
Hoy, Monte Albán es Patrimonio de la Humanidad y un testimonio vivo del ingenio zapoteca. Caminar por sus plazas es recorrer un calendario de piedra, sentir la presencia de quienes la construyeron y comprender por qué, desde sus alturas, se podía gobernar no solo un territorio, sino también el espíritu de un pueblo.